Por Sergio Bitar, ingeniero civil y economista, ex ministro de Estado.
Columna basada en su exposición al ser incorporado como Miembro de Número de la Academia de Ingeniería de Chile.
Al integrarme como miembro de número de la Academia de Ingeniería, es un honor compartir con ingenieros destacados algunas reflexiones sobre cómo la ingeniería puede contribuir a mejorar la capacidad de hacer buen gobierno, tarea principal de la política.
A partir de la experiencia y los desafíos que avizoramos a futuro, sostengo que la profesión de ingeniero tiene la misión de realizar un aporte creciente en los planos intelectual, técnico, ejecutivo y ético para el desarrollo de Chile.
Cuando recibí del Colegio y del Instituto de Ingenieros reconocimientos por mi labor, me sorprendí y pregunté: ¿por qué?, ¿cómo el ejercicio de mi profesión- en el plano político- amerita tal reconocimiento? Mi reflexión fue que merecería tal galardón si me hubiera destacado por obras relevantes en ingeniería civil hidráulica, mi especialización, o de grandes proyectos nacionales de inversión, o por la expansión de empresas de envergadura para el desarrollo del país. Escuchando a quienes decidieron otorgarme esas distinciones entendí que la razón era por la aplicación de los conocimientos como ingeniero al progreso económico y social del país.
Los frutos que una persona puede aportar a la función pública dependen, a lo menos, de tres factores: la firmeza de su vocación, la calidad de su formación y la capacidad de adaptación a las circunstancias. Mi formación de ingeniero ha sido relevante para realizarme en mi vida profesional.
Cuando ingresé a la universidad no habíamos más de 30.000 universitarios en Chile y, además, era gratis. En esos años las circunstancias de pobreza y subdesarrollo, las condiciones de miseria, “poblaciones callampa”, niños a pie pelado y sin estudios, padres sin empleos, me dolían; me preguntaba: ¿cómo contribuir a generar más bienestar y más dignidad para la mayoría? El rigor del cálculo y la mecánica racional, y el estímulo de profesores en desarrollo y planificación consolidaron mi formación. Mi vocación y convicciones sociales incidieron en mis decisiones.
La ingeniería me proporcionó un método para pensar, organizar conceptos, cuantificar y resolver problemas. Para extender mis conocimientos completé mi formación con estudios de Economía. Después, se me presentaron dos oportunidades de trabajo. La primera, fue como director del Departamento de Industrias de la Universidad de Chile; allí nos volcamos, con un excelente grupo de ingenieros jóvenes, a enriquecer la preparación de los estudiantes de los últimos años, con cursos de evaluación de proyectos, planificación económica, métodos matemáticos y estadísticos, asesorías al gobierno y al sector privado.
La segunda, fue como jefe de la División de Planificación Industrial de la CORFO, con el encargo de elaborar la estrategia industrial para la década siguiente. La formación de ingeniero dota de capacidad para impulsar el desarrollo de los sectores productivos. La CORFO era y debe seguir siendo una institución relevante; allí se afirmó mi convicción de que podíamos hacer más. Formamos un excelente grupo de expertos, ingenieros, economistas, abogados, sociólogos, empresarios, y cosechamos la experiencia de expertos en acero, petroquímica, electricidad, pesca, maderera y celulosa, telecomunicaciones, gestión y regulación de empresas públicas y privadas, pequeña y mediana empresa, y financiamiento. Y, por cierto, aprendimos que era indispensable alcanzar acuerdos técnicos y políticos para formular propuestas ejecutables.
Pero las circunstancias fueron más fuertes y me fui involucrando en un proceso histórico. Como ministro de Minería en 1973 debí enfrentar los desafíos derivados de la nacionalización del cobre, la urgencia de superar nuestra debilidad inicial para manejar esos yacimientos, y aprendí que los países se desarrollan si crean capacidades nacionales para manejar sus sectores estratégicos. En ese entonces, no las teníamos. Si comparo aquel periodo con mi reciente visita a la planta subterránea de Chuquicamata y su entorno de grandes explotaciones, Radomiro Tomic, el Abra, Ministro Hales, constato la tremenda relevancia de los ingenieros para el desarrollo productivo.
Luego de mi responsabilidad como ministro y las consecuencias posteriores al golpe militar, la prisión y el exilio también pusieron a prueba mi formación como ingeniero. Esa encrucijada me empujó a analizar las causas que nos condujeron a esa tragedia y, en consecuencia, a entender cómo debe funcionar un sistema político, el Estado y la sociedad para impulsar cambios que fructifiquen. En el exilio, la formación de ingeniero me permitió desarrollar actividades variadas en ámbitos académicos, empresariales y de consultoría. Instalé y dirigí una empresa industrial con mi familia, con éxito, gracias a mi capacidad de emprendimiento, habilidad latente en los ingenieros, que debe alentarse más en un mundo de innovaciones aceleradas.
La gobernanza del Estado es una necesidad imprescindible para derechas e izquierdas. La complejidad de los problemas sociales y tecnológicos obliga a elevar la calidad de la gestión de las instituciones públicas. A fin de potenciar la contribución de los ingenieros, en nuestras escuelas de ingeniería y la posterior especialización profesional, debemos elevar la motivación e interés por los temas públicos y por el trabajo en equipo; ello requiere una atención preferente a las prioridades nacionales para que cada creación y obra se conciba y ejecute teniendo en vista su aporte a los objetivos generales de productividad y eficiencia, equidad social y sostenibilidad.
En mi actividad pública he apreciado un déficit de capacidad de los políticos para juzgar la viabilidad de las propuestas y proyectos. Las deficiencias de cuantificación, evaluación y calidad de la gestión pública afectan la capacidad de gobernar. Conectar sueños con realidades es una de las virtudes del buen gobierno, pues reduce la improvisación, privilegia la obtención de resultados y con ello permite racionalizar los conflictos y facilitar acuerdos, alejando de la polarización y de la parálisis. Numerosas brechas se corregirían con mayor presencia de Ingenieros en los equipos.
Su formación predispone al ingeniero a buscar soluciones, pero no basta para participar activamente en tareas públicas y políticas sin un adiestramiento en otras áreas: comunicarse con soltura, expresarse bien en público y escribir con fluidez para explicar y persuadir.
Mi formación en ingeniería también aportó en el ejercicio de responsabilidades como senador y de gobierno, tanto en Educación como en Obras Públicas. Una de mis primeras tareas fue trazar, desde un comienzo, estrategias de largo plazo, fijar las metas deseadas y la forma de alcanzarlas. Desde el Senado propuse la reforma constitucional que después como ministro de Educación pude enviar al Congreso, con la aprobación del presidente Lagos. Se logró un éxito histórico al establecer 12 años de escolaridad obligatorios y gratuitos, como responsabilidad del Estado, y así poner al día lo conseguido por los presidentes Arturo Alessandri, cuatro años de escolaridad obligatoria y gratuita, y Eduardo Frei Montalva, ocho años.
En Educación conseguimos aprobar la evaluación docente, la acreditación de las universidades, el crédito con aval público para la educación superior, entre otras. En Obras Públicas reformamos y mejoramos la ley de Concesiones y ampliamos los proyectos de grandes y pequeñas obras, luego de consultas y participación en cada región.
En toda función pública, al empezar uno debe fijar las prioridades y metas que pretende alcanzar al término de su periodo. No puede hacer buen gobierno quien no sabe adónde va, y eso debe estar claro; después se imponen urgencias, emergencias, críticas y presiones, y se puede perder la brújula. También es previsor quien deja líneas trazadas y –ojalá- concordadas con los que posiblemente tomen la posta, para no deambular en zigzag. Ello implica un trabajo participativo con los principales actores y expertos para tener respaldo político amplio. Asimismo, esa estrategia debe transformarse en una secuencia de acciones explícitas que conduzcan a resultados palpables. Para ese ordenamiento de tareas y compromisos concretos la lógica de la ingeniería es esencial.
Para el buen gobierno no basta la técnica sin ética. La corrupción es un enemigo de la democracia y el desarrollo. En áreas como infraestructura, energía y en los campos donde el Estado realiza importantes inversiones, el riesgo de mal uso de recursos públicos es alto. Los ingenieros, al igual que todos los profesionales que dirigen estas tareas, deben tener un alto estándar de probidad. Esa cualidad se debe enfatizar en la formación de nuestros ingenieros e instituciones.
La situación de incertidumbre global y aceleración tecnológica mundial se torna cada vez más amenazante para la gobernanza. Los países se volverán más ingobernables si no se mejora la calidad de los gobiernos, y la capacidad del aparato estatal. El futuro requerirá de mayor capacidad de análisis de los escenarios que se avecinan, de las tendencias globales y nacionales, e identificar oportunidades y amenazas para el desarrollo. Se requerirán mayores diálogos sociales y estratégicos. El Instituto y el Colegio de Ingenieros son ejemplo de iniciativas y propuestas en casi todos los frentes.
Los conceptos de buen gobierno, estrategia de largo plazo, capacidades nacionales, gobernabilidad, viabilidad, emprendimiento, gestión eficiente, escenarios, anticipación, innovación y resiliencia son parte del vocabulario del futuro. Ese lenguaje es natural para los ingenieros. Las universidades, esta Academia y las instituciones que representan a la profesión deben estimular la capacidad de pensar a largo plazo, diseñar estrategias, ejecutar y gestionar programas y proyectos. Para el buen gobierno los ingenieros son indispensables.